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Ensuciando a El Jaralito
Por EDUARDO MARTÍNEZ BENAVENTE
Octubre 17, 2010
A la memoria de Luis Gerardo Martínez, victima inocente de la violencia gubernamental, con mi solidaridad para su familia en su dolor e indignación por la muerte de un joven ejemplar.
La violenta represión de la que fueron victimas los vecinos de la comunidad de El Jaralito que se oponen a la construcción de un relleno sanitario puede compararse con la que sufrieron los navistas el 1 de enero de 1986 en la Plaza de Armas de la capital del estado. En aquella ocasión también hubo un muerto y decenas de heridos a varillazos. La golpiza fue brutal, lo que movió a un grupo de funcionarios priístas de primer nivel a renunciar a sus cargos por no compartir la manera con la que el ex gobernador Florencio Salazar pretendía resolver los problemas del estado. Era un gobernador que como el de ahora, tampoco aceptó la más mínima responsabilidad en los lamentables hechos que ocurrieron, pero hoy, a diferencia de lo que pasó hace casi 25 años, ningún funcionario ha presentado su renuncia o por lo menos condenado el operativo policiaco, ni siquiera los distinguidos navistas que colaboran felices en la administración de Fernando Toranzo.
La represión en 1986 estuvo comandada por Julio Ceballos, que en las fotografías y videos que se difundieron hasta más allá de nuestras fronteras se distingue por ir al frente de un grupo de porros universitarios y policías vestidos de civil blandiendo una varilla para descargarla en la espalda de un ciudadano que protestaba por la imposición de un presidente municipal que le había arrebatado fraudulentamente el triunfo electoral a Guillermo Pizzuto, con la anuencia y patrocinio del ex gobernador. En aquella ocasión el jefe de la policía juraba que sus elementos no habían intervenido y que él nada tenía que ver ni con el homicidio, ni con la paliza y menos con la posterior quema y saqueo del palacio municipal.
Hoy, el secretario de Seguridad Pública, Enrique Galindo Ceballos, sobrino de aquel Julio Ceballos, también niega su responsabilidad en las acciones en las que incurrieron sus subordinados, le echa la culpa al ex secretario general de gobierno, José Guadalupe Durón Santillán, y actúa como si no hubiera estado informado de cada uno de los movimientos que ocurrieron ese martes por la mañana en El Jaralito. El peor error que se cometió en esa incursión punitiva fue el permitir que la policía portara armas de fuego. Si no hubiera ocurrido la muerte del joven Luis Gerardo Martínez, el problema no hubiera alcanzado las dimensiones que obligaron al cese de dos importantes funcionarios del gobierno para así salvar las cabezas de sus jefes. Sólo Enrique Galindo podía haber autorizado a su subordinado, el ex director de Seguridad Pública, Ricardo González Fernández, a desplazarse hasta ese lugar con más de 200 elementos armados para proteger a los trabajadores de la concesionaria que por tercera ocasión intentaban iniciar las obras del camino al sitio en que se pretende construir el relleno sanitario, pero que los vecinos lo impiden porque les preocupa que los residuos que se puedan filtrar en el subsuelo envenenen los mantos freáticos con los que se surten de agua y que se encuentran a unos cuantos metros de la superficie; independientemente que a nadie, por más pobre y marginado que sea le gustaría vivir junto a millones de toneladas de basura que se depositarán en ese lugar durante los próximos años, aunque les garanticen que no contaminan ni apestan porque quedarán guardadas en celdas cerradas a perpetuidad.
Los jaralitienses no confían en los dictámenes de las autoridades ambientales que les aseguran que nada de eso va a ocurrir, y menos en los ofrecimientos de la empresa concesionaria, y tienen toda la razón, pues se trata de una concesión viciada de origen que se adjudicó tramposamente a Vigue sin licitación alguna. El contrato les permite prestar los servicios para la remediación y disposición final de la basura que generamos los potosinos. Es cierto que el servicio de recolección ha mejorado, que la empresa ha sabido conciliar los intereses de los pepenadores y carretoneros, y que la inversión de los empresarios es muy importante; sólo por la adquisición de las 60 hectáreas en las que se depositará la basura se les pagó a los ejidatarios 40 millones de pesos. Difícilmente van a aceptar que esa inversión se pierda, y menos, cuando parece que no existen impedimentos legales para establecerse, y el uso del suelo, según el IMPLAN es compatible con lo que pretenden construir en ese sitio.
La permanencia de Durón en el gobierno era insostenible, no servía para el cargo. Sus torpezas eran enormes. Lo único que habremos que lamentar ahora es que sin él se rompe un valladar que contenía las ambiciones e intrigas del jefe de asesores de Toranzo, Juan José Rodríguez y su camarilla. Su primera acción, ya libres de ataduras, se pudo ver en el boletín de prensa que circuló para su publicación desde las oficinas del coordinador de Comunicación Social, Juan Antonio Hernández, uno de sus incondicionales, en el que se anunciaba la remoción de los funcionarios “por mal desempeño en sus funciones”. No hay registro, por lo menos desde el gobierno de don Antonio Rocha, de que a un servidor público de esa jerarquía se le haya corrido ignominiosamente como a Durón, y que su expulsión se haya hecha pública de manera tan escandalosa, pues en el comunicado de prensa se agregó que en la decisión influyeron también “distintos asuntos”. Su sustituto, el magistrado con licencia Marco Antonio Aranda, llega a un lugar minado, lleno de trampas, que no se parece en nada al que ocupó por ocho meses en la parte final del gobierno de Fernando Silva Nieto. Los problemas de inseguridad han rebasado con mucho la capacidad de reacción del gobierno de Toranzo. Se requiere de una atención especial a los municipios, especialmente a los huastecos, antes de que estalle un conflicto social que lamentaremos por mucho tiempo. Finalmente, la alcaldesa Victoria Labastida debe saber que su neutralidad sólo sirve para quedar mal con todas las partes.
Octubre 17, 2010
A la memoria de Luis Gerardo Martínez, victima inocente de la violencia gubernamental, con mi solidaridad para su familia en su dolor e indignación por la muerte de un joven ejemplar.
La violenta represión de la que fueron victimas los vecinos de la comunidad de El Jaralito que se oponen a la construcción de un relleno sanitario puede compararse con la que sufrieron los navistas el 1 de enero de 1986 en la Plaza de Armas de la capital del estado. En aquella ocasión también hubo un muerto y decenas de heridos a varillazos. La golpiza fue brutal, lo que movió a un grupo de funcionarios priístas de primer nivel a renunciar a sus cargos por no compartir la manera con la que el ex gobernador Florencio Salazar pretendía resolver los problemas del estado. Era un gobernador que como el de ahora, tampoco aceptó la más mínima responsabilidad en los lamentables hechos que ocurrieron, pero hoy, a diferencia de lo que pasó hace casi 25 años, ningún funcionario ha presentado su renuncia o por lo menos condenado el operativo policiaco, ni siquiera los distinguidos navistas que colaboran felices en la administración de Fernando Toranzo.
La represión en 1986 estuvo comandada por Julio Ceballos, que en las fotografías y videos que se difundieron hasta más allá de nuestras fronteras se distingue por ir al frente de un grupo de porros universitarios y policías vestidos de civil blandiendo una varilla para descargarla en la espalda de un ciudadano que protestaba por la imposición de un presidente municipal que le había arrebatado fraudulentamente el triunfo electoral a Guillermo Pizzuto, con la anuencia y patrocinio del ex gobernador. En aquella ocasión el jefe de la policía juraba que sus elementos no habían intervenido y que él nada tenía que ver ni con el homicidio, ni con la paliza y menos con la posterior quema y saqueo del palacio municipal.
Hoy, el secretario de Seguridad Pública, Enrique Galindo Ceballos, sobrino de aquel Julio Ceballos, también niega su responsabilidad en las acciones en las que incurrieron sus subordinados, le echa la culpa al ex secretario general de gobierno, José Guadalupe Durón Santillán, y actúa como si no hubiera estado informado de cada uno de los movimientos que ocurrieron ese martes por la mañana en El Jaralito. El peor error que se cometió en esa incursión punitiva fue el permitir que la policía portara armas de fuego. Si no hubiera ocurrido la muerte del joven Luis Gerardo Martínez, el problema no hubiera alcanzado las dimensiones que obligaron al cese de dos importantes funcionarios del gobierno para así salvar las cabezas de sus jefes. Sólo Enrique Galindo podía haber autorizado a su subordinado, el ex director de Seguridad Pública, Ricardo González Fernández, a desplazarse hasta ese lugar con más de 200 elementos armados para proteger a los trabajadores de la concesionaria que por tercera ocasión intentaban iniciar las obras del camino al sitio en que se pretende construir el relleno sanitario, pero que los vecinos lo impiden porque les preocupa que los residuos que se puedan filtrar en el subsuelo envenenen los mantos freáticos con los que se surten de agua y que se encuentran a unos cuantos metros de la superficie; independientemente que a nadie, por más pobre y marginado que sea le gustaría vivir junto a millones de toneladas de basura que se depositarán en ese lugar durante los próximos años, aunque les garanticen que no contaminan ni apestan porque quedarán guardadas en celdas cerradas a perpetuidad.
Los jaralitienses no confían en los dictámenes de las autoridades ambientales que les aseguran que nada de eso va a ocurrir, y menos en los ofrecimientos de la empresa concesionaria, y tienen toda la razón, pues se trata de una concesión viciada de origen que se adjudicó tramposamente a Vigue sin licitación alguna. El contrato les permite prestar los servicios para la remediación y disposición final de la basura que generamos los potosinos. Es cierto que el servicio de recolección ha mejorado, que la empresa ha sabido conciliar los intereses de los pepenadores y carretoneros, y que la inversión de los empresarios es muy importante; sólo por la adquisición de las 60 hectáreas en las que se depositará la basura se les pagó a los ejidatarios 40 millones de pesos. Difícilmente van a aceptar que esa inversión se pierda, y menos, cuando parece que no existen impedimentos legales para establecerse, y el uso del suelo, según el IMPLAN es compatible con lo que pretenden construir en ese sitio.
La permanencia de Durón en el gobierno era insostenible, no servía para el cargo. Sus torpezas eran enormes. Lo único que habremos que lamentar ahora es que sin él se rompe un valladar que contenía las ambiciones e intrigas del jefe de asesores de Toranzo, Juan José Rodríguez y su camarilla. Su primera acción, ya libres de ataduras, se pudo ver en el boletín de prensa que circuló para su publicación desde las oficinas del coordinador de Comunicación Social, Juan Antonio Hernández, uno de sus incondicionales, en el que se anunciaba la remoción de los funcionarios “por mal desempeño en sus funciones”. No hay registro, por lo menos desde el gobierno de don Antonio Rocha, de que a un servidor público de esa jerarquía se le haya corrido ignominiosamente como a Durón, y que su expulsión se haya hecha pública de manera tan escandalosa, pues en el comunicado de prensa se agregó que en la decisión influyeron también “distintos asuntos”. Su sustituto, el magistrado con licencia Marco Antonio Aranda, llega a un lugar minado, lleno de trampas, que no se parece en nada al que ocupó por ocho meses en la parte final del gobierno de Fernando Silva Nieto. Los problemas de inseguridad han rebasado con mucho la capacidad de reacción del gobierno de Toranzo. Se requiere de una atención especial a los municipios, especialmente a los huastecos, antes de que estalle un conflicto social que lamentaremos por mucho tiempo. Finalmente, la alcaldesa Victoria Labastida debe saber que su neutralidad sólo sirve para quedar mal con todas las partes.