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Los años que tuvimos miedo
Segunda parte
Por EDUARDO MARTÍNEZ BENAVENTE
Febrero 6, 2011
Ninguno de los autores de los delitos cometidos en agravio de las personas que menciono en mi columna del domingo 30 de enero ha sido detenido. Me atrevería a asegurar que esos casos ni siquiera han sido investigados y que los culpables nunca serán castigados, como ocurre con más del 98 por ciento de los ilícitos que se registran en el país, según lo señala un estudio que acaba de dar a conocer el Tecnológico de Monterrey. Así de deplorable es nuestra realidad en una materia tan delicada para el desarrollo y seguridad de los mexicanos. Esos índices de impunidad tan alarmantes son los que alientan a los criminales a seguir cometiendo sus fechorías pues saben que su margen de maniobra para delinquir -sin ser aprehendidos- es casi absoluto. No nos queda la menor duda que nuestro sistema de procuración de justicia es un fracaso.
Sin embargo, en los dos casos que enseguida narro y en los que también tengo relación de parentesco con las victimas se hizo justicia y los asesinos purgan largísimas condenas. Ocurrieron hace más o menos una década, cuando el país todavía no estaba tan convulsionado por el crimen organizado y cuando el área metropolitana de la Ciudad de México era uno de los lugares más inseguros para vivir. En la primera historia, como en la segunda, el interés y presión de la sociedad para que se esclarecieran los hechos, así como la difusión mediática que tuvieron a nivel nacional fueron factores determinantes para que se hiciera justicia. Son dos ejemplos que nos permiten reconocer que cuando nuestras autoridades se empeñan en investigar con profesionalismo los delitos de alto impacto e integran una buena averiguación se logran magníficos resultados.
Quién no recuerda la tragedia del pequeño Braulio, un niño de 8 meses que fue asesinado el mismo día que lo secuestraron. La investigación reveló la implicación del enfermero que cuidaba a un hermano de mi padre, abuelo del menor, que vivía con su hija y yerno. El 9 de noviembre de 1999 dos sujetos lo sustrajeron de su casa en Tlalnepantla, Estado de México. Miguel Salazar, el enfermero, abrió la puerta de la cochera a su cómplice, Juan José Ávila Alvarado, con lo que se explicaría más tarde porque ninguna de las chapas de la casa había sido forzada. Salazar se quedó en el domicilio de la familia para aparentar que también había sido sometido por los delincuentes que allanaron el inmueble. El enfermero fue el que golpeó en la cabeza a Braulio para evitar que llorara, tras lo cual lo introdujo en el interior de una maleta que su cómplice se llevó con rumbo al centro histórico del D.F. Ahí se instaló en un hotelucho para exigir el rescate. Cuál no va siendo su sorpresa que cuando abrió la maleta se percató de que el niño ya estaba muerto, por lo que decidió llevarlo a un lote baldío en la zona de Iztacalco, en donde primero lo aventó y después se dirigió a comprar gasolina que utilizó para rociar y prenderle fuego al cadáver. Mientras tanto, miles de carteles con la fotografía de Braulio se fijaron por todas partes durante esa larga semana de angustia. La participación de la ciudadanía para encontrarlo fue impresionante. Las pruebas de ADN confirmaron que los restos del cuerpo calcinado eran de Braulio. No cabía la menor duda de la identidad de la victima ni de la autoría de los asesinos que fueron capturados y reconocieron su crimen.
El otro caso que estremeció a los mexicanos y ocupó muchas horas de atención en todos los medios de comunicación del país fue el multihomicidio de Tlalpán. Orlando Magaña, el único detenido fue condenado a 384 años de prisión por el asesinato de 5 miembros de la familia Narezo Loyola, sobrinos de mi extinto padre, Luis Martínez Narezo, y 2 trabajadoras domésticas. El día que lo sentenciaron se veía muy risueño en el juzgado, seguro de que no lo condenarían pues sus abogados se lo habían pronosticado. Tras escuchar el veredicto se le borro la sonrisa y se desplomó desmayado. Sin duda alguna que la declaración del único sobreviviente de la masacre, Juan Pablo Quintana, más una serie de pruebas periciales y testimoniales fueron determinantes para que el juez dictaminara que Orlando había sido el autor material de todos esos crímenes. A las siete de la noche del 15 de noviembre de 2002, Orlando y Jorge Esteva, tocaron la puerta, el primero era amigo y vecino de la familia y a través de engaños se introdujeron en el domicilio y amarraron a las sirvientas. Minutos después llegó Ricardo Narezo con su amigo Juan Pablo Quintana. Magaña y su compañero los sometieron y amordazaron. Media hora más tarde ingresó al hogar la madre y su hija menor. De igual manera las ataron. Enseguida arribó el padre, Ricardo Narezo y también lo redujeron. Cuando Orlando se percató que faltaba Andrea, la hija de 14 años, los delincuentes le pidieron a Ricardo hijo que fuera a recogerla para no hacerle daño a la familia. Una vez que tuvieron a la familia completa comenzó la masacre. Magaña subió a sus victimas a una habitación de la planta alta y las mató. A las mujeres las degolló y a los hombres les disparó en la cabeza. A Juan Pablo Quintana lo dio por muerto con un disparo en la garganta. Oyó el herido cómo se llevaban el automóvil de la cochera y sin moverse se esperó a que se fueran los asesinos. Luego, como pudo, salió de la casa a pedir ayuda. Quedó en estado de coma por unos días hasta que se recuperó y se convirtió en la pieza clave para identificar a los culpables. Mientras tanto la familia de Magaña que vivía a tres casas del lugar en el que se cometió el multihomicidio denunciaba que su hijo de 25 años había desaparecido desde el mismo día del crimen. Se le detuvo el 1 de diciembre de 2002, cuando Juan Pablo finalmente pudo comunicarse con los investigadores y les dio el nombre del homicida. Se divulgó un retrato hablado de su cómplice, pero antes se localizó en Amecameca un cuerpo calcinado que correspondía al de Esteva, quien el mismo día de los hechos fue ejecutado por Orlando para no dejar vivo a ningún testigo.
Por EDUARDO MARTÍNEZ BENAVENTE
Febrero 6, 2011
Ninguno de los autores de los delitos cometidos en agravio de las personas que menciono en mi columna del domingo 30 de enero ha sido detenido. Me atrevería a asegurar que esos casos ni siquiera han sido investigados y que los culpables nunca serán castigados, como ocurre con más del 98 por ciento de los ilícitos que se registran en el país, según lo señala un estudio que acaba de dar a conocer el Tecnológico de Monterrey. Así de deplorable es nuestra realidad en una materia tan delicada para el desarrollo y seguridad de los mexicanos. Esos índices de impunidad tan alarmantes son los que alientan a los criminales a seguir cometiendo sus fechorías pues saben que su margen de maniobra para delinquir -sin ser aprehendidos- es casi absoluto. No nos queda la menor duda que nuestro sistema de procuración de justicia es un fracaso.
Sin embargo, en los dos casos que enseguida narro y en los que también tengo relación de parentesco con las victimas se hizo justicia y los asesinos purgan largísimas condenas. Ocurrieron hace más o menos una década, cuando el país todavía no estaba tan convulsionado por el crimen organizado y cuando el área metropolitana de la Ciudad de México era uno de los lugares más inseguros para vivir. En la primera historia, como en la segunda, el interés y presión de la sociedad para que se esclarecieran los hechos, así como la difusión mediática que tuvieron a nivel nacional fueron factores determinantes para que se hiciera justicia. Son dos ejemplos que nos permiten reconocer que cuando nuestras autoridades se empeñan en investigar con profesionalismo los delitos de alto impacto e integran una buena averiguación se logran magníficos resultados.
Quién no recuerda la tragedia del pequeño Braulio, un niño de 8 meses que fue asesinado el mismo día que lo secuestraron. La investigación reveló la implicación del enfermero que cuidaba a un hermano de mi padre, abuelo del menor, que vivía con su hija y yerno. El 9 de noviembre de 1999 dos sujetos lo sustrajeron de su casa en Tlalnepantla, Estado de México. Miguel Salazar, el enfermero, abrió la puerta de la cochera a su cómplice, Juan José Ávila Alvarado, con lo que se explicaría más tarde porque ninguna de las chapas de la casa había sido forzada. Salazar se quedó en el domicilio de la familia para aparentar que también había sido sometido por los delincuentes que allanaron el inmueble. El enfermero fue el que golpeó en la cabeza a Braulio para evitar que llorara, tras lo cual lo introdujo en el interior de una maleta que su cómplice se llevó con rumbo al centro histórico del D.F. Ahí se instaló en un hotelucho para exigir el rescate. Cuál no va siendo su sorpresa que cuando abrió la maleta se percató de que el niño ya estaba muerto, por lo que decidió llevarlo a un lote baldío en la zona de Iztacalco, en donde primero lo aventó y después se dirigió a comprar gasolina que utilizó para rociar y prenderle fuego al cadáver. Mientras tanto, miles de carteles con la fotografía de Braulio se fijaron por todas partes durante esa larga semana de angustia. La participación de la ciudadanía para encontrarlo fue impresionante. Las pruebas de ADN confirmaron que los restos del cuerpo calcinado eran de Braulio. No cabía la menor duda de la identidad de la victima ni de la autoría de los asesinos que fueron capturados y reconocieron su crimen.
El otro caso que estremeció a los mexicanos y ocupó muchas horas de atención en todos los medios de comunicación del país fue el multihomicidio de Tlalpán. Orlando Magaña, el único detenido fue condenado a 384 años de prisión por el asesinato de 5 miembros de la familia Narezo Loyola, sobrinos de mi extinto padre, Luis Martínez Narezo, y 2 trabajadoras domésticas. El día que lo sentenciaron se veía muy risueño en el juzgado, seguro de que no lo condenarían pues sus abogados se lo habían pronosticado. Tras escuchar el veredicto se le borro la sonrisa y se desplomó desmayado. Sin duda alguna que la declaración del único sobreviviente de la masacre, Juan Pablo Quintana, más una serie de pruebas periciales y testimoniales fueron determinantes para que el juez dictaminara que Orlando había sido el autor material de todos esos crímenes. A las siete de la noche del 15 de noviembre de 2002, Orlando y Jorge Esteva, tocaron la puerta, el primero era amigo y vecino de la familia y a través de engaños se introdujeron en el domicilio y amarraron a las sirvientas. Minutos después llegó Ricardo Narezo con su amigo Juan Pablo Quintana. Magaña y su compañero los sometieron y amordazaron. Media hora más tarde ingresó al hogar la madre y su hija menor. De igual manera las ataron. Enseguida arribó el padre, Ricardo Narezo y también lo redujeron. Cuando Orlando se percató que faltaba Andrea, la hija de 14 años, los delincuentes le pidieron a Ricardo hijo que fuera a recogerla para no hacerle daño a la familia. Una vez que tuvieron a la familia completa comenzó la masacre. Magaña subió a sus victimas a una habitación de la planta alta y las mató. A las mujeres las degolló y a los hombres les disparó en la cabeza. A Juan Pablo Quintana lo dio por muerto con un disparo en la garganta. Oyó el herido cómo se llevaban el automóvil de la cochera y sin moverse se esperó a que se fueran los asesinos. Luego, como pudo, salió de la casa a pedir ayuda. Quedó en estado de coma por unos días hasta que se recuperó y se convirtió en la pieza clave para identificar a los culpables. Mientras tanto la familia de Magaña que vivía a tres casas del lugar en el que se cometió el multihomicidio denunciaba que su hijo de 25 años había desaparecido desde el mismo día del crimen. Se le detuvo el 1 de diciembre de 2002, cuando Juan Pablo finalmente pudo comunicarse con los investigadores y les dio el nombre del homicida. Se divulgó un retrato hablado de su cómplice, pero antes se localizó en Amecameca un cuerpo calcinado que correspondía al de Esteva, quien el mismo día de los hechos fue ejecutado por Orlando para no dejar vivo a ningún testigo.