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Transparencia para Tod@s. El acento.
Por SAMUEL BONILLA NÚÑEZ
Coordinador de Información y Sociedad, Iniciativa Ciudadana.
[email protected]
Agosto 4, 2011.
Septiembre de 2006. Terminada la charla el maestro consultó a su grupo de quinto de primaria si alguien tenía alguna pregunta para nosotros, los expositores. Parecía que los alumnos no lo escucharon porque continuaron coloreando los folletos fotocopiados que indicaban que la transparencia debería ser para todos.
El profesor elevó el tono de su voz para saber si alguien quería preguntar o decir algo sobre la plática. El silencio fue la respuesta.
La mayoría de los escolares de ese grupo rellenaban a lápiz los personajes del folleto, y luego con un pedacito de papel frotaban sobre el dibujo para generar tonos de gris.
Era aquélla una escuela pública ubicada al norte de la ciudad, casi en sus límites, en plena zona marginada. Previo a la plática, su directora nos había comentado sobre la problemática social que se vivía en ese sector, principalmente la inseguridad.
Luego de consultar al grupo por tercera ocasión, sin ningún éxito, el profesor se encogió de hombros, nos agradeció la buena intención, dijo, de haber acudido hasta ese plantel para hablar de la transparencia. Y, algo apenado por la nula respuesta del grupo, nos encaminó hacia la puerta.
Un último vistazo sobre mi hombro al grupo me permitió ver que hasta el fondo del salón se asomaba tímidamente una manita. “¡Mire!, profesor”, le señalé al maestro, quien ya nos despedía.
Regresamos y el maestro le dio la palabra a la alumna. Ella se puso de pie, recuerdo que se alisó su uniforme, nos dijo su nombre completito y nos pidió permiso para hacer una pregunta. Ahí fue el punto de quiebre.
Con su vocecita, aquella niña de quinto de primaria dejó marcado en nosotros el énfasis social de nuestro proyecto: “¿Quieren ustedes decir que yo le puedo preguntar al gobernador cuándo va a poner cemento en la calle de mi casa?”
Tan pronto le dijimos que sí podría hacerlo, pero al presidente municipal, se levantaron muchas manitas en todo el salón: “¿Entonces podemos preguntar también por las lámparas de las calles?”, “¿y para que pongan policías?”, “¿y tubos para que se vaya el agua cuando llueve?”, “¿y sobre la reja de atrás para que ya no se metan pandilleros a la escuela?”. Y así siguieron las preguntas. Después de cada una de ellas parecía haber una competencia en el salón para ver quién narraba los sucesos más impactantes que ilustraran por qué era necesario contar con esos servicios o recursos.
Ninguno de esos niños preguntó sobre un parque, juegos mecánicos o una cancha deportiva. Se refirieron a problemas de su cotidianidad, necesidades de su realidad inmediata.
Luego uno de ellos remató: “Y nuestros papás… ¿también pueden preguntar al gobierno?”
Se generó un diálogo tan intenso con aquel grupo de escolares que, cuando cesó su bombardeo de preguntas y de narración de casos de problemas sociales, nos invitaron a conocer su salón con Enciclomedia. Ahí, ellos fueron los maestros, y el profesor y nosotros los aprendices.
El niño que dirigía qué contenidos proyectar de la Enciclomedia nos dijo: “También tenemos Internet”. Volteé a ver al profesor para decirle que desde esa aula podrían generar varias de las solicitudes de información que se habían expuesto minutos antes.
Aquellos niños nos demostraron que la vivencia de problemas sociales es una fuente natural de solicitudes de información al gobierno. Qué será en municipios menos desarrollados que el de la capital del estado. En éste y en aquéllos el derecho de acceso a la información pública puede representar una ventana de oportunidades sociales antes insospechadas, de vindicar derechos enmohecidos; lo único que hace falta es enseñar el uso y las aplicaciones de este nuevo derecho y acompañar a los solicitantes en este proceso y un poco más allá. Sólo eso.
Años después de aquella plática, cuando el programa Transparencia para TJd@s había superado la docena de talleres de alfabetización para el aprovechamiento popular del derecho de acceso a la información pública, aprendimos que algunos casos de éxito de los participantes en esos talleres ocurrían sólo por el efecto que en las dependencia públicas tenían sus solicitudes de información. En otros casos, los más complejos, era necesario saber cómo utilizar la información recibida del gobierno para exigir el respeto a diversos derechos. En otros, la información recibida comprendía en sí misma la utilidad pretendida por los solicitantes.
Nos encontramos así con resultados exitosos e inesperados. Francamente ha sido más lo que hemos aprendido en esos talleres que lo que hemos pretendido compartir. Hacer realidad el derecho a la salud, defender derechos laborales, obtener servicios públicos, verificar la legalidad de ciertos actos de gobierno, demostrar a la autoridad la necesidad de escuchar a los gobernados y poner sobre relieve, literalmente en sus escritorios, temas a veces inadvertidos por funcionarios o que han sido relegados.
Estos otros rostros de la transparencia –en una dimensión micro, muy distinta a la del académico, investigador, periodista o despacho jurídico– nos muestran que el derecho de acceso a la información pública es en realidad una herramienta jurídica poliédrica, multifuncional, de aplicaciones diversas que apenas estamos descubriendo, y que éstas surgen en función de las necesidades o intereses de los solicitantes, de su creatividad, conocimientos previos, capacidades y perseverancia.
Cada gobernado tiene ahora la posibilidad, al menos potencial, de marcar a la autoridad el énfasis en aquellos asuntos que para él son relevantes.
Cuando alguien nos dice que no tiene nada que preguntar al gobierno, que no sabe qué información solicitar, recordamos aquel grupo de quinto de primaria, y las ideas empiezan a fluir con gran facilidad.
Coordinador de Información y Sociedad, Iniciativa Ciudadana.
[email protected]
Agosto 4, 2011.
Septiembre de 2006. Terminada la charla el maestro consultó a su grupo de quinto de primaria si alguien tenía alguna pregunta para nosotros, los expositores. Parecía que los alumnos no lo escucharon porque continuaron coloreando los folletos fotocopiados que indicaban que la transparencia debería ser para todos.
El profesor elevó el tono de su voz para saber si alguien quería preguntar o decir algo sobre la plática. El silencio fue la respuesta.
La mayoría de los escolares de ese grupo rellenaban a lápiz los personajes del folleto, y luego con un pedacito de papel frotaban sobre el dibujo para generar tonos de gris.
Era aquélla una escuela pública ubicada al norte de la ciudad, casi en sus límites, en plena zona marginada. Previo a la plática, su directora nos había comentado sobre la problemática social que se vivía en ese sector, principalmente la inseguridad.
Luego de consultar al grupo por tercera ocasión, sin ningún éxito, el profesor se encogió de hombros, nos agradeció la buena intención, dijo, de haber acudido hasta ese plantel para hablar de la transparencia. Y, algo apenado por la nula respuesta del grupo, nos encaminó hacia la puerta.
Un último vistazo sobre mi hombro al grupo me permitió ver que hasta el fondo del salón se asomaba tímidamente una manita. “¡Mire!, profesor”, le señalé al maestro, quien ya nos despedía.
Regresamos y el maestro le dio la palabra a la alumna. Ella se puso de pie, recuerdo que se alisó su uniforme, nos dijo su nombre completito y nos pidió permiso para hacer una pregunta. Ahí fue el punto de quiebre.
Con su vocecita, aquella niña de quinto de primaria dejó marcado en nosotros el énfasis social de nuestro proyecto: “¿Quieren ustedes decir que yo le puedo preguntar al gobernador cuándo va a poner cemento en la calle de mi casa?”
Tan pronto le dijimos que sí podría hacerlo, pero al presidente municipal, se levantaron muchas manitas en todo el salón: “¿Entonces podemos preguntar también por las lámparas de las calles?”, “¿y para que pongan policías?”, “¿y tubos para que se vaya el agua cuando llueve?”, “¿y sobre la reja de atrás para que ya no se metan pandilleros a la escuela?”. Y así siguieron las preguntas. Después de cada una de ellas parecía haber una competencia en el salón para ver quién narraba los sucesos más impactantes que ilustraran por qué era necesario contar con esos servicios o recursos.
Ninguno de esos niños preguntó sobre un parque, juegos mecánicos o una cancha deportiva. Se refirieron a problemas de su cotidianidad, necesidades de su realidad inmediata.
Luego uno de ellos remató: “Y nuestros papás… ¿también pueden preguntar al gobierno?”
Se generó un diálogo tan intenso con aquel grupo de escolares que, cuando cesó su bombardeo de preguntas y de narración de casos de problemas sociales, nos invitaron a conocer su salón con Enciclomedia. Ahí, ellos fueron los maestros, y el profesor y nosotros los aprendices.
El niño que dirigía qué contenidos proyectar de la Enciclomedia nos dijo: “También tenemos Internet”. Volteé a ver al profesor para decirle que desde esa aula podrían generar varias de las solicitudes de información que se habían expuesto minutos antes.
Aquellos niños nos demostraron que la vivencia de problemas sociales es una fuente natural de solicitudes de información al gobierno. Qué será en municipios menos desarrollados que el de la capital del estado. En éste y en aquéllos el derecho de acceso a la información pública puede representar una ventana de oportunidades sociales antes insospechadas, de vindicar derechos enmohecidos; lo único que hace falta es enseñar el uso y las aplicaciones de este nuevo derecho y acompañar a los solicitantes en este proceso y un poco más allá. Sólo eso.
Años después de aquella plática, cuando el programa Transparencia para TJd@s había superado la docena de talleres de alfabetización para el aprovechamiento popular del derecho de acceso a la información pública, aprendimos que algunos casos de éxito de los participantes en esos talleres ocurrían sólo por el efecto que en las dependencia públicas tenían sus solicitudes de información. En otros casos, los más complejos, era necesario saber cómo utilizar la información recibida del gobierno para exigir el respeto a diversos derechos. En otros, la información recibida comprendía en sí misma la utilidad pretendida por los solicitantes.
Nos encontramos así con resultados exitosos e inesperados. Francamente ha sido más lo que hemos aprendido en esos talleres que lo que hemos pretendido compartir. Hacer realidad el derecho a la salud, defender derechos laborales, obtener servicios públicos, verificar la legalidad de ciertos actos de gobierno, demostrar a la autoridad la necesidad de escuchar a los gobernados y poner sobre relieve, literalmente en sus escritorios, temas a veces inadvertidos por funcionarios o que han sido relegados.
Estos otros rostros de la transparencia –en una dimensión micro, muy distinta a la del académico, investigador, periodista o despacho jurídico– nos muestran que el derecho de acceso a la información pública es en realidad una herramienta jurídica poliédrica, multifuncional, de aplicaciones diversas que apenas estamos descubriendo, y que éstas surgen en función de las necesidades o intereses de los solicitantes, de su creatividad, conocimientos previos, capacidades y perseverancia.
Cada gobernado tiene ahora la posibilidad, al menos potencial, de marcar a la autoridad el énfasis en aquellos asuntos que para él son relevantes.
Cuando alguien nos dice que no tiene nada que preguntar al gobierno, que no sabe qué información solicitar, recordamos aquel grupo de quinto de primaria, y las ideas empiezan a fluir con gran facilidad.